La conducción automatizada (es más correcto emplear este término que conducción autónoma) es una de las cuatro grandes tendencias de la nueva movilidad sostenible, que los anglosajones engloban bajo el acrónimo CASE (Connected, Autonomous, Shared y Electric por sus siglas en inglés). De todas ellas, esta tecnología es, junto a los coches eléctricos, la que más debate está generando, por sus implicaciones tecnológicas, sociales, económicas e incluso éticas y morales.
¿Por qué buscamos la conducción automatizada?
Hay muchas razones de peso tras el desarrollo de esta tecnología. La primera es aumentar la seguridad vial y alcanzar el objetivo, antes utópico, no solo de que nadie fallezca ni resulte herido en un accidente de tráfico, sino de eliminarlos por completo. El fallo humano es el responsable de la inmensa mayoría de los accidentes de tráfico, que dejarán de producirse el día en el que las máquinas sean capaces de conducir sin fallos y en el que todos los vehículos “hablen” entre ellos, y con las infraestructuras, para imposibilitar que haya colisiones.
Otro de los motivos es el de mejorar el tráfico de las ciudades, mejorando su propio flujo con una guiado racional y matemático de todos los vehículos, y optimizando los recorridos. La conducción automatizada también permitiría optimizar recursos: una flota de vehículos autónomos podría satisfacer las necesidades de movilidad de un gran número de usuarios y reduciría el número de vehículos necesarios, que nunca estarían parados en un garaje la mayor parte de su vida útil (como sucede ahora), ni ocupando espacio de la vía pública.
Además, las personas ganarían todo el tiempo que ahora emplean en estar al volante, tiempo que podrían emplear en hacer otras cosas, desde trabajar, a leer o ver su serie favorita. Otra ventaja es que ancianos y personas con movilidad o visión reducida no tendrán inconvenientes para llegar a su destino en coche.
Los contras: no todo el mundo está a favor
Hay una corriente de opinión en este terreno que cree que, con la tecnología actual, no se pueden construir coches que se conduzcan solos. Hay tantas variables, factores y circunstancias en juego durante la conducción de un vehículo, que resulta imposible eliminar el margen de error. Hoy en día se registran fallos graves en conducción nocturna, o con lluvia, nieve o niebla. También existen problemas para reconocer señales y marcas viales si no están perfectamente mantenidas. Y hay limitaciones graves en reconocimiento de peatones y ciclistas. En ocasiones, la situación es tan compleja que requiere de más tiempo de análisis y reacción por parte de la máquina del que realmente tiene para tomar una decisión. ¿Podrá la tecnología superar estas limitaciones?
Además, como seres humanos somos capaces de entender que un hombre cometa un error y provoque un accidente, pero nos resultaría muy difícil aceptar que una máquina atropellara a un niño por un error.
Otro aspecto controversial de la conducción automatizada es el denominado conflicto moral de una máquina, genialmente representado en la película ‘Yo robot’. Tras un accidente de tráfico en el que dos coches caen al agua, un robot tiene que elegir entre salvar la vida de un hombre y de una niña, eligiendo al primero por un cálculo de probabilidades. ¿Cuándo un coche autónomo tenga que elegir entre, por ejemplo, entre atropellar a una persona o a otra, bajo qué criterios tomará esa decisión?
Otro aspecto que genera muchas incógnitas es el encaje social y legal de esta tecnología. Por ejemplo, si un coche automatizado tiene un accidente, ¿de quién es la responsabilidad? ¿de su ocupante, aunque no conduzca? ¿del dueño, aunque pueda a estar a kilómetros de distancia o sea una empresa de movilidad o de renting de coches? ¿del fabricante del vehiculo? ¿del diseñador del software o de la red de conexión?... Son preguntas que tienen una difícil respuesta y encaje en un marco legal.
Para el catedrático en seguridad vial y presidente de FESVIAL, Luis Montoro, "vivimos una época peligrosa, con muchos inventos y poca reflexión. No se puede pensar en coche autónomo solo en términos de tecnología, porque su desarrollo también afecta de manera muy importante al entorno, a las personas, a la economía y a la sociedad. En esta segunda revolución del automóvil, el optimismo tecnológico quizá nos está cegando para ver que existen muchas cuestiones a reflexionar y resolver más allá de la tecnología". Y entre otras, se pregunta “¿Qué seguro van a tener?, ¿A qué edad se podrán usar?, ¿Quién tendrá la responsabilidad en caso de accidente?, ¿Quién decidirá en situaciones complicadas de riesgo?, ¿Qué formación tendremos que tener? ¿Van a desaparecer millones de conductores profesionales? ¿Habrá policías de tráfico y multas? ¿Quién controlará que haya un perfecto mantenimiento de los complejos sistemas laser, radar, cámaras o satélites de los coches autónomos, cuando actualmente al 65% de los coches no se les revisa la presión de los neumáticos?".
Por último, la integración del coche automatizado sería un problema en sí mismo, porque durante muchos años debería compartir las vías con vehículos guiados por personas, en una convivencia complicada.
Una impresionante carrera tecnológica
Hay una carrera en el desarrollo de esta tecnología entre fabricantes de coches, de componentes, empresas tecnológicas (Google, Apple, Samsung…) y de movilidad compartida (Uber).
Las innovaciones avanzan a grades pasos, en el terreno de la conectividad y el reconocimiento del entorno por parte del coche (sensores, software, algoritmos machine learning e inteligencia artificial), para que un automóvil sea capaz de “entender” todas las circunstancias que le rodean (la vía, el tráfico, los peatones, el clima…) y poder acertar en la ingente cantidad de decisiones que se toman constantemente a la hora de conducir un vehículo.
Estos actores están realizando enormes inversiones para desarrollar la tecnología de la conducción automatizada. BMW, por ejemplo, ha construido un campus con 23.000 metros cuadrados de oficinas y capacidad para acoger a 1.800 trabajadores, solo para esta tarea. En Corea, han construido una miniciudad de 23 hectáreas, llamada K-City, en la que diferentes empresas ponen a prueba prototipos y tecnologías.
Además, hay cientos de coches autónomos circulando por todo el mundo haciendo pruebas en escenarios reales. En España, por ejemplo, las pruebas con coches autónomos se desarrollan en el carril para autobuses y vehículos de alta ocupación de la autopista A6 en Madrid.